Mi nombre es Juan Luis Tapia, soy chileno, nacido y criado en provincia, bajo los aleros cándidos del sol sureño, arrullado por las brisas estivales de una niñez llena de recuerdos hermosos, de mi madre cociendo en la estancia, de mis cinco hermanos-todos varones- y de mi perro Roky, leal y juguetón como ningún otro. Mi padre, un hombre rudo de campo, vivió toda su vida de la tierra, hasta que falleció poco después que yo naciera. Mi madre siempre nos inculcó el amor por los estudios, el sentido de responsabilidad y la puntualidad, pues siempre quiso que fuéramos “alguien en la vida” como ella decía sabiamente antes de enviarnos, sagradamente, todos los días, a la escuela municipal del pueblo.
De notas sobresalientes, pase al Liceo, allí formé la base para mi actual carrera universitaria. Estudié con crédito universitario y todavía estoy pagando; Creo que antiguamente, según he escuchado, la educación era gratuita.
La verdad me costó mucho encontrar trabajo, no como a Carlos Patricio, un sobrino de una conocida de mi madre, que entró a trabajar al Banco del Pueblo apenas salimos de la enseñanza media. Actualmente trabajo en Quilicura al norte de Santiago. Realmente no me queda muy cerca, pero la necesidad tiene cara de hereje e invierto como dos horas para llegar a él, desde mi casa en La Cisterna.
Me considero un ciudadano normal, de clase media, que trabaja toda la vida para pagar sus eternas deudas, pero honrado, decente, no como algunos “rotos” de mi barrio, agresivos, contestatarios, cochinos y mal educados, “flaites”, sinceramente los detesto. Son víctimas de mi más absoluto desprecio. ¡Ja! ¡Como si a esos huevones les importara!
De tanto en tanto, paseo por la calle Puente, desde la estación Mapocho hacia la Alameda, pasando por el centro de Santiago, el paseo ahumada, la plaza de armas, etc. se ven allí una serie de personajes aparecidos casi como de un cuento de horror, o mejor dicho aún de la vida misma, desde putas en San Antonio ofreciendo sexo barato, pasando por ladronzuelos vestidos de Nike y otras marcas estrafalarias, con los pantalones a medio poto, peruanos de hablar cantado y facciones precolombinas, maricas, chinos vendiendo arrollados primavera de precaria asepsia, bullangueros pidiendo monedas para “ir al estadio”, vendedores de CDs piratas, lanzas, vendedores de sopaipillas, sanguches de potito, etc. En fin toda una gama de personajes que lo único que hacen es sobrevivir, sobrevivir a una crisis, pero no a una crisis mediática, estacional, gatillada por los avatares del concierto mundial, la crisis a que me refiero es una crisis mayor, atávica y sistémica, sin duda heredada, me refiero a una crisis mayor, del sistema político en su conjunto.
La clase política no tiene la voluntad de generar cambios y menos aún invertir recursos en ello, su afán es único e inalienable, aferrarse al poder y a los beneficios que ello conlleva con dientes y muelas, como un lobo que lacera y tritura a su presa, el pueblo, en cambio, sólo mira impotente cómo se desangra lentamente, sin poder oponerse a esa maquinaria brutal de inequidad. Me dí cuenta de ello hasta hace muy poco, antes era casi invisible para mí. Pululaba en la selva de cemento enceguecido por mis exiguos logros personales, de empleado fiscal, de ciudadano de a pié, que usaba el metro ufano, orgulloso porque sentía que marcaba alguna diferencia con “la rotada”, con el pueblo, ese de micro amarilla, con “olor” a pobre, quizás fruto de un hacinamiento obligado producto de una familia numerosa o simplemente porque no se lavan el pelo muy seguido. Y es lógico pensarlo, pues el dinero con que cuentan no es mucho cómo para fijarse en esos gastos que le resultan casi suntuarios. Ese obrero asalariado que se baña en la “pega” para ahorrar un poco de agua y gas, el que camina cuadras para ahorrar unos cuantos pesos de la micro, el de levantadas temprano y de vuelta a casa en buses atiborrados de gente, pero dignos. No, no se veían antes del Transantiago, no antes del proyecto de transporte público “estrella” del gobierno de la concertación. Este proyecto “emblemático” marcó un antes y un después en la vida de los chilenos. Bueno por lo menos de algunos de nosotros. A partir de ese momento el usuario del tren subterráneo (el metro) cambió, la masa trabajadora desorientada bajó a los andenes, arriba en las calles las frecuencias eran insuficientes, las micros pasaban tarde mal y nunca, varias estaciones debieron cerrar y el sistema colapsó.
Una vez más, la clase política pidió paciencia a la población, de nuevo vimos el show de las autoridades paseándose en las micros del Transantiago en televisión, (como si alguien creyera que alguno de ellos alguna vez ha andado en micro) intentando demostrar que el sistema era el mejor de Sudamérica y que su operación era cosa de tiempo, días o meses no sé, tampoco sé, cómo la gente no se alzó enceguecida de furia y quemó un par de micros o mató un par de “pacos”.
Millonarios montos de dinero fueron colocados para su financiamiento, plata a un hoyo sin fondo, como un agujero negro, que engulle todo a su alrededor. Ni siquiera Iván Zamorano (jugador de fútbol muy conocido en el medio) salió incólume de todo este show, El señor zamorano fue la cara visible, el “rostro” de la campaña Transantiago, que para evitarse problemas fue a devolver la plata que había cobrado por el numerito. Los usuarios enfurecidos, gritaban espetando los más variados improperios, como energúmenos, en contra de Zamorano quien optó por relegarse y desaparecer de la arena Transantiaguina por un buen tiempo.
En fin ahí fue cuando me di cuenta que estaba sumido en la mierda misma, que era un huevón más del montón y que valía callampa igual que los otros huevones que antes ninguneaba y miraba de lejos, como a hurtadillas, con desdén, por encima del hombro, esos pobretones, vulgares, insolentes, sucios, malolientes estaban invadiendo mi carro de metro, esa fortaleza que creía inexpugnable, mi templo sagrado, la barrera estaba siendo derribada, con vagones pasados a fritanga, a “ala” y a pan con mortadela lisa y aunque en realidad estaba apretado por la gente hasta decir basta, me quedé sólo, al centro del vagón, como parado bajo la lluvia… empapado y triste... me sentí más pobre que nunca.
Pasado a llevar en mi dignidad de clase media tercermundista, absolutamente derrotado.
No voy a negar que de inmediato pensé en comprarme un auto. Los avisos de autos chinos, tentadores (por lo barato) llenaban todos los medios escritos, provocando un boom en las ventas, pero me acordé de don Eduardo, el del negocio de la esquina, don “Lalo” como le decimos en el barrio, que había tenido más de algunos problemas mecánicos con su vehículo chino - es indudable que la calidad va de mano con el precio – pensé, y acongojado me lamenté de no pertenecer a una clase más pudiente, más acomodada, como la clase política, para andar en un auto último modelo a altas velocidades, impune, por las carreteras concesionadas hacia el congreso.
Fue inútil, por más que le di vueltas y vueltas a mi mermado presupuesto, no hubo de donde sacar plata para la cuota de mi “tocomocho”. Ni siquiera pidiendo un crédito, para pagar todas mis deudas, me alcanzaba.
Lamentable, tendré que reinventarme, tendré que asumir el costo, asumir que de victimario pasé a ser víctima de este maldito sistema neoliberal. Sí, definitivamente debo asumir que soy… ¡pobre!….sí, pobre, un triste y maldito pobre… pero pobre con internet y TV cable, a medias con mi vecino, pero igual vale… si pues, igual me doy mis gustitos, pero ahora me asumo. Ahora soy un poco más feliz y me siento uno más de los cientos de trabajadores que usamos el transporte público en las mañanas. Soy un digno perteneciente de esa clase fea y vapuleada, estrujada hasta el cansancio por la casta gobernante.
En realidad no sé si sea más feliz…sólo sé que es la pura realidad y esto no es un cuento.
Juan Luis Tapia Bahamondes